La ciencia cuenta si se cuenta la ciencia (II)
Con anterioridad a la aparición del mediador entre ciencia y público
en Francia durante el siglo XIX, ha habido momentos pioneros o contestatarios
con el statu quo de la época como demuestran varios ejemplos.
A partir del siglo II a.C. cada
vez era más frecuente que eruditos griegos se instalaran en Roma. La avidez
por el conocimiento era un fenómeno que se generalizaba con rapidez. El nivel
del discurso, así como la lengua en que se expresaba, difería según las
pretensiones. El estudioso romano que quisiera continuar hasta el más alto
nivel lo habría de hacer en griego. El latín se empleaba cuando era necesario
transmitir la cultura griega a una audiencia que requería una versión más ligera y popular,
centrándose en las ideas esenciales: es la primera vez que se establecen las
bases de la divulgación científica, tendencia que siguieron filósofos como
Posidonio de Apamea, Cicerón o Lucrecio.
En España, 18 años antes de la publicación de la primera parte de El Ingenioso
Hidalgo don Quijote de la Mancha, hace su aparición un controvertido libro
firmado por Oliva Sabuco de Nantes, natural de Alcaraz (Albacete). Su enigmático y orgulloso prólogo dice
venir “a poner fin a las lagunas de la ciencia” (y de la medicina en particular,
dominada por el galenismo) a través de un consejo que también daría don Quijote a Sancho:
el arte del conocimiento de sí mismo. El título de la
obra tampoco deja indiferente a nadie: Nueva
filosofía de la naturaleza del hombre no conocida ni alcanzada de los grandes
filósofos antiguos, la cual mejora la vida y salud humana. Un libro
revolucionario, que merecería ser conocido como “El Quijote de la medicina”, en
el que Oliva Sabuco plantea ideas tan modernas como los síntomas del estrés o
las enfermedades psicosomáticas.
También en España, hacia finales del siglo XVII, surgió un movimiento previo a la Ilustración muy crítico con el atraso científico del país. Reunidos en tertulias bajo el mecenazgo de nobles y clérigos con mentalidad preilustrada, eran conocidos de manera peyorativa como novatores por la vehemencia con que abogaban por la renovación de la ciencia en España, dominada por el escolasticismo y el aristotelismo y aislada de la ciencia europea.
Más adelante, sobre todo en Londres, el siglo XVIII vivió
simultáneamente el auge de la popularización de la ciencia y la aparición de su
público por excelencia, la clase media (sí, la misma que se ha encargado de
apuntillar la crisis económica). Este nuevo tejido social acogerá con avidez
libros, cursos y conferencias sobre la “filosofía del Sr. Newton” y la nueva
ciencia “mecánica y experimental”. Muchos ofrecían charlas itinerantes con
experimentos en vivo en las coffee houses, las pioneras de los cafés
científicos. Algunos historiadores consideran que estas “universidades de a
penique”, como se las conocía, contribuyeron en buena parte al avance
científico e industrial del momento. Después, entre finales del siglo XIX y
principios del XX (como señalo en la primera parte del post) el mundo académico
toma para sí en exclusiva la comunicación de la ciencia, desprestigiando al
popularizador y relegando al público a posiciones de pasividad e ignorancia.
La ciencia comenzó como una actividad amateur, y buena parte de las
iniciativas de popularización las realizaron personas externas al ámbito
académico. Otro notable ejemplo es el de Michael Faraday. A pesar de la escasa
educación formal que recibió, su empleo como aprendiz de encuadernador le
permitió acceder a numerosas obras científicas, entre ellas el texto de
divulgación Conversations on Chemistry
de Jane Marcet (también autodidacta). Con el tiempo, pasó de frecuentar
las conferencias del químico Humphry Davy (convirtiéndose en su asistente) a
impartir conferencias él mismo que se convirtieron en memorables. Su serie de
seis charlas, conocida como La Historia
Química de una Vela, fueron impartidas en la Royal Institution todas las
navidades durante 35 años.
En el fondo, esa intención dudosa, ese antiacademicismo de los
popularizadores en la Francia del siglo XIX dibujaba un propósito más ambicioso
que el de la divulgación científica del siglo XX: que los ciudadanos no fueran
meros receptores de las noticias o explicaciones que el mundo académico tuviera
a bien transmitirle, sino regresar a la condición de participantes activos en
la asimilación y apropiación del conocimiento científico.
(continúa en parte III)
Referencias:
J. A. Bustelo, Escuderos de clara pluma, Escuela de
Literatura Científica Creativa, 2016 [ebook], p. 16, 123.
Á. Bernardo, El problema
de la ciencia en España tiene más de 300 años, Hipertextual, 11/08/2015, https://hipertextual.com/2015/08/ciencia-en-espana-historia
J. Ordoñez, A. Elena, La Ciencia y su público: perspectivas históricas, CSIC, 1990, Madrid, p. 169-173.
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