El hombre que miraba las nubes
El pintor Johannes Vermeer abre la ventana de su estudio y pregunta a Griet, su sirvienta:
— Fíjate, mira las nubes. ¿De qué color son?
Griet responde que son blancas y se da cuenta de su error. Algo dubitativa, sigue mirando con atención y responde.
— Amarillas... azules... y grises. Las nubes tienen colores.
El farmacéutico inglés Luke Howard también miraba las nubes con asiduidad. Disponía de un observatorio al aire libre de unos 5 kilómetros de longitud, la distancia que separaba su domicilio, en Stratford, de la fábrica de productos farmacéuticos que dirigía, en Plaistow. Desde su casa, desde su fábrica y durante el trayecto de una a la otra podía seguir con precisión la evolución de las masas nubosas, las cuales plasmó en varias acuarelas.
Hacía solo 15 años que Antoine Lavoisier había propuesto su Nomenclatura química con la que desterró para siempre los oscuros y crípticos nombres de las sustancias, heredados de la alquimia. Desde ese momento, cada compuesto químico se nombraría al combinar los nombres de los elementos que contiene: sulfuro cálcico, cloruro sódico... Como farmacéutico, Howard conocía muy bien esta nomenclatura y era consciente de su importancia. ¿Sería posible establecer una nomenclatura similar sobre esas etéreas formas del cielo? ¿Cómo encerrar en una clasificación entidades tan intangibles y cambiantes?
Como científico, Howard buscó patrones en aquello que observaba, pero considerar las nubes como meros objetos hubiera hecho inviable cualquier intento de clasificación. En su lugar, Howard las consideró como procesos en constante evolución. Esta fue la premisa clave. Las nubes tienen colores y desde entonces, también tendrían patrones.
Su sistema se basó en tres nombres y un calificativo para identificar las formas nubosas pues, básicamente, podían adoptar forma de cabellera (cirrus), forma de capa (stratus) o forma de montón (cumulus), que además podían ser generadoras de lluvia (nimbus). Inspirado en la taxonomía creada por Linneo, también empleó nombres en latín para crear estas categorías. Desde aquí, las formas intermedias se nombrarían combinando las distintas formas básicas como se combinan los elementos para dar un compuesto químico. Así, y en función de su altitud, se sitúan las nubes altas (cirros, cirrocúmulos, cirrostratos), nubes medias (altostratos, altocúmulos y nimbostratos), nubes bajas (estratos y estratocúmulos) y de desarrollo vertical (cúmulos, cumulonimbos).
Pero faltaba un último paso. Había que comprobar si las nubes, dentro de su extraordinaria variedad, respondían a las mismas formas básicas en todos los lugares del mundo. Finalmente, y tras extensos periplos que reflejó en el libro Mares y cielos en muchas latitudes, o andanzas en busca del clima, el meteorólogo Ralph Abercromby pudo certificarlo. Las nubes tienen colores, presentan patrones y, además, son universales.
El poeta John Keats maldijo el momento en que Isaac Newton "destejió" el arcoíris, privándolo de su poesía con una explicación objetiva. Paradójicamente, la clasificación de las nubes propuesta por Howard tuvo el efecto contrario en los artistas. Los cuadros paisajistas de pintores como John Constable y J. M. W. Turner experimentaron una sustancial transformación inspirados por la influencia de esta nomenclatura.
Estudio de nubes (1821). John Constable. |
Goethe, que se refería a Howard como "padrino de las nubes", dejó constancia de su admiración por la taxonomía que había creado. Para el poeta alemán, identificar y nombrar las nubes había transfigurado nuestra visión de la naturaleza aérea. Además de a la ciencia, la clasificación de Howard ofrecía una caracterización que enriquecía a la poesía. En reconocimiento, Goethe dedicó estos versos al farmacéutico inglés:
Para encontrarte en el infinito,
debes distinguir y luego combinar;
por ello mi canción alada agradece
al hombre que distinguió nube de nube.
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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVclima.
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