Hogar, dulce hogar
Había sido un largo día de trabajo y Robin tenía unas ganas terribles de llegar a casa. Había pasado la tarde pastoreando pulgones y tenía las seis patas machacadas, pero por fin veía a lo lejos el hormiguero. La silueta piramidal resaltaba contra el cielo rojizo del atardecer. Bajo la cubierta verde y sombría del pinar se elevaba un gigantesco montículo de tierra y acículas dispuestas de forma intencionadamente caótica. Un reconfortante olor a vinagre le dio la bienvenida al hogar. Allí estaban algunas de sus compañeras, abdomen en alto, rociando de ácido fórmico todo el portal. Ese penetrante aroma siempre le generaba una gran sensación de seguridad. Ningún intruso se atrevería a cruzar ese umbral.
Robin se dispuso a entrar en la colonia. La oscuridad del hormiguero y esa textura granulosa bajo sus pies eran muy acogedores. Siguió la estela de sus compañeras, siempre por el carril derecho del túnel para no entorpecer el paso de sus afanosas camaradas del cambio de turno que circulaban por la izquierda. Después de caminar unos centímetros se abría a la derecha el almacén, una sala amplia y muy ordenada donde se apilaban granos, semillas, hojas tiernas, alas de escarabajos, restos de saltamontes, todo perfectamente clasificado. En aquellos momentos a Robin siempre se le hacían las mandíbulas agua.
Siguió marchando rítmicamente, tarareando al ritmo de los pasos acompasados de la hilera de obreras. Dejaron a la izquierda la cámara de la reina. Allí se encontraba su inmensa majestad, con su negra cabeza, su rojizo tórax y su oscuro abdomen. Exactamente igual que ella o cualquiera de sus cien mil súbditas, pero el doble de grande. La soberana siempre le había infundido respeto aunque únicamente la veía desovar y desovar con su colosal vientre repleto de huevos.
La galería giraba bruscamente hacia el este y tras una bifurcación de reciente ampliación llegó a una de las salas de guardería. Estaba repleta de larvas de un blanco traslúcido. Esas ondulantes y viscosas contorsionistas siempre estaban hambrientas. Dejó allí su dulce y pegajosa carga de mielato que había extraído de los pulgones. Su turno había terminado y podía ir a descansar.
Saray Alonso Tamayo
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Esta entrada participa en el blog de narrativa científica Café Hypatia con el tema #PVTierra.
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