Matrimonio de "conveciencia" (I)


Recuerdo un paseo por la Perspectiva Nevski, una radiante mañana invernal. El cielo estaba claro, el sol derramaba sus rayos vivos y luminosos. Podíamos imaginar que un prodigio nos había transportado a ese reino de luz del que hablan nuestros cuentos populares. Los escaparates de las tiendas tenían reflejos argentados, y era plata lo que brillaba bajo los pies y se diseminaba como lentejuelas en torno a nosotras. El aire puro del invierno era tan refrescante que la vida se hacía más alegre. Aunque caminábamos por una ancha acera, nos movíamos con dificultad apretujadas entre los paseantes. Hombres, mujeres y niños con las mejillas carminadas y el mentón hundido en las pieles respiraban salud y alegría.

Hay una leyenda que dice que la ciudad de San Petersburgo (fundada en 1703)
fue construida totalmente en los cielos, y luego bajada a los pantanos del Neva.
Únicamente así, según la leyenda, se puede explicar la presencia de una ciudad tan hermosa en un lugar tan lóbrego. De la ciudad considerada la “Venecia del Norte”, destaca un lugar que aparece reiteradamente en la literatura rusa, y al que Nicolái Gógol dedicó un relato: La Avenida Nevski, o como la conocen sus habitantes, Perspectiva Nevski. En este simbólico enclave se sitúa el anterior fragmento anterior, perteneciente a la novela Una nihilista, de Sofia Korvin, más conocida por su nombre de casada, Sofia Kovalevskaya.






La protagonista, Vera Barantsova, es la menor de las hijas de una familia noble cuyo país vive un periodo inestable debido a la emancipación de los campesinos. Impregnada de espíritu revolucionario, los sueños de Vera giran en torno a convertirse en una mártir para “El Movimiento”. Sin embargo, no tiene una concepción clara de qué es “El Movimiento”. Ella sólo sabe que es importante e imagina que hay una lucha fundamental en la que ella puede tomar parte.

Resulta muy claro el carácter autobiográfico de la novela. Muy pronto Sofia mostró ser una luchadora y enérgica rebelde sobre la pauta que dictaba su época, que limitaba la libertad de espíritu por su condición de mujer. Como los demás jóvenes de la aristocracia rusa, Sofia se oponía contra todas las formas de autoridad. Los temas que le entusiasmaban eran la educación, el progreso de las mujeres, la emancipación de los siervos y la ciencia.


Al igual que Vera Barantsova, estaba a la búsqueda de su “causa”, que en el caso de Sofia fue el apasionamiento por las matemáticas, que su tío se encargó de iniciar:

A mi tío le encantaba comunicar las cosas que había logrado leer y aprender en el curso de su larga vida.

Fue durante tales conversaciones cuando tuve ocasión de oír por primera vez ciertos conceptos matemáticos que me causaron una fuerte impresión. Mi tío hablaba de la “cuadratura del círculo”, de la asíntota –esa línea recta a la que una curva se aproxima constantemente sin alcanzarla nunca– y de otras muchas cosas que eran completamente ininteligibles para mí y que, pese a todo, parecían misteriosas y profundamente atractivas al mismo tiempo. Y a todo esto, reforzando aún más el impacto que me produjeron estos términos matemáticos, el destino añadió otro suceso completamente accidental.

Antes de nuestro traslado al campo desde Kaluga, toda la casa fue repintada y empapelada. El papel de pared había sido encargado a Petersburgo, pero no se había calculado muy bien la cantidad necesaria y faltaba papel para una habitación. Finalmente se decidió que sencillamente no valía la pena molestarse en enviar a un mensajero a la capital para un simple rollo de papel de pared. Considerando que todas las demás habitaciones estaban arregladas, la de los niños podría decorarse muy bien sin papel especial. Se podría pegar simplemente papel normal en las paredes, teniendo en cuenta que nuestro desván estaba lleno de montones de periódicos viejos. Dio la feliz casualidad de que junto a los periódicos estaban guardadas las notas litografiadas del curso sobre cálculo diferencial e integral al que mi padre había asistido cuando era un joven oficial del ejército. Y fueron estas hojas las que se utilizaron para empapelar las paredes de mi habitación infantil.

Yo tenía entonces unos once años. Cuando miré un día las paredes, advertí que en ellas se mostraban algunas cosas que yo ya había oído mencionar a mi tío. Puesto que en cualquier caso yo estaba completamente electrizada por las cosas que él me contaba, empecé a examinar las paredes con mucha atención. Me divertía examinar estas hojas, amarillentas por el tiempo, todas moteadas con una especie de jeroglíficos cuyos significado se me escapaba por completo, pero que –esa sensación tenía– debían significar algo muy sabio e interesante. Y permanecía frente a la pared durante horas, leyendo y releyendo lo que estaba allí escrito. Tengo que admitir que entonces no podía dar ningún sentido a nada de ello y, pese a todo, algo parecía empujarme hacia esta ocupación.

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(continúa en la parte II)

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